sábado, 11 de septiembre de 2010

Le arrojó el aceite sobre la cara

porque la sartén era lo que tenía más a mano. Podía haber sido diferente, podía haber fruncido mucho los labios hasta hacerlos finísimos, o incluso no haberle dado importancia a la forma en que su hija le estaba hablando. Pero sabía que es preciso ser firme para educar, que las madres solteras acaban por dejar que sus hijas se crean sus amigas, y que eso es un error.

Así que se le llenaron los ojos de ira, agarró el mango de la sartén, que se elevó en el aire de la cocina como impulsada por un ímpetu divino, como siguiendo una orden superior a aquella escena casera y diminuta, giró su muñeca de la forma en que lo hacía en las pistas de paddel y empujó la pelota, mantén la vista fija en la pelota, sólo que en lugar de aquella bola amarilla un líquido sepia se estampó, junto a varios pedazos de merluza rebozada, contra el rostro de Patricia, quien apenas tuvo tiempo de cerrar instintivamente los ojos. La decisión de no denunciar a su madre tuvo que ver con el acuerdo al que ambas llegaron, por el cual ésta debía internarse en un psiquiátrico el tiempo que los médicos estimaran oportuno.

Ahora Patricia abre un sobre que no lleva nada escrito en el remite. Su madre le pide disculpas-Patricia recuerda el llanto histérico camino del hospital, la preocupación de su tía Marisa cada vez que sonaba el teléfono, obsesionada con que su hermana se fugase y pudiese ir a ver a la niña mientras ella y su marido trabajaban-, habla de ciclos superados, de reencuentros imposibles. Dice que los médicos están contentos, que ella está contenta, dice que su vuelo sale temprano, que nunca se perdonará.

Patricia deja caer la carta al suelo. ''Ella está contenta''. Busca en un cajón del armarito del cuarto de baño el espejo de mano que decidió, nunca supo porqué, conservar. ''Ella está contenta''. Lo aleja lo bastante como para que le quepa toda la cara en el reflejo. ''Ella está contenta''. Ahora son sus rodillas las que chocan contra el suelo, junta las manos, se desespera por recordar cómo rezaba cuando era una niña, pide con todo su corazón que ese avión se estrelle.

viernes, 3 de septiembre de 2010

cariño.

He decidido darte permiso
(como si pudiera yo darte permiso,
como si por escrito funcionase así)
para empaquetarlo todo y aplastarme
con kilómetros
si algún día te discuto mientras digo cariño-mi amor-mi vida.
Y pide explicaciones a esa
en la que me habré convertido
(que te diga dónde estoy, qué hizo de mí)
si-ya los pezones tristes ya tus ojeras crónicas-
me acostumbro a llamarte papá.

jueves, 2 de septiembre de 2010

El infinito es una cosa gigantesca

Nuestro encuentro, siempre, en el reposabrazos del sillón. Las cintas con tu voz y tu memoria. Maitechu mía, el toro con su luna. Las torrijas, las patatas en su punto en la tortilla. Mi vaho limpiándote los cristales de las gafas para ver de cerca, tus carcajadas con sabor a Cinco Estrellas y humo de Malboro. Demasiado pronto para contarte aquí, en cualquier sitio. Me dueles, me tranquilizas. Todos los homenajes que van a quedarse diminutos. Todo lo que no va a terminar de pasar nunca.

martes, 20 de julio de 2010

Estabas al otro lado,






esté donde esté el otro lado, de mi teléfono móvil. Tenías la voz en cuclillas para no molestarla, ella dormía la sobremesa en el sillón.

No era capaz de identificar la pulsión que te había llevado a marcarme sobre la pantalla táctil, pero fui feliz: me ofrecías en exclusividad todas tus risitas, que adoptaban forma de susurros; construías aquellas frases sólo para contarme. Tu casa, seguro, se mantenía en suspensión sobre el instante en que te decidiste a llamarme (imaginaba la prudencia de la cafetera, achicharrada por las llamas, sin querer silbarte auxilio por no interrumpir. Mis CornFlakes se estaban haciendo papilla, dóciles, sumergidos en leche templada).

Yo no encontraba el papel en el que me había preparado argumentos con los que tratar de arrancarte una de cine, un polvo, un helado. Me quedé un rato callada (piensa, piensa, vamos, tiene que ocurrírsete algo de lo que hablar), esperando que tú tuvieras muchas cosas que decirme. Como también te callaste, tuve miedo de no estar resultando lo bastante interesante. Entonces dijiste algo así como que era bonito todo el silencio que me rodeaba, que te gustaba escucharme respirar.

Y sin embargo colgaste en dos minutos. Creo que escuché un bostezo suyo. Te estaría mirando desde su desperezarse lánguido y sentirías el impulso súbito de abrazarla, o la culpa ensuciándome la voz, la no voz, incluso. Pero podías haber dicho algo, haberte despedido en condiciones. Sabrías inventar un montón de excusas, seguro que sabrías cómo hacerlo.

Creo que prefiero que no vuelvas a llamarme. Toda tu realidad, escapándoseme, se hizo humo denso en mi nariz y en mis pulmones. De madrugada me dio un temblor que no se curaba con mantas, y me enfrasqué en construcciones mentales de sus piernas, convertidas en anacondas brillantes, reptando por las tuyas. Anacondas rodeándome el cuello hasta oírlo decir crack.







(foto de Makabresku)

martes, 13 de julio de 2010

Sabías de sobra que ella iba a

bajarse las bragas despacio, metiéndose las manos por debajo de la falda en un intento torpe por que no vieras nada. Sabías que cuando estuvierais solos se le iba a olvidar esa forma lasciva de mirarte, iban a notársele los diecisiete. Los juegos de seducción que te había dedicado durante meses, llenándote la cabeza y la bragueta de fantasías, quizás no eran más que ensayos para su manual de coqueteo, quizás sólamente un reto.

No eras de los que se limita a soltar su verborrea en clase y corregir exámenes. Tú te preocupabas por conocerles, les buscabas en el patio para saber qué tal iban las cosas en casa, medías el tiempo de manera que siempre quedase espacio para preguntas y debates. Con ella también habías sido atento. El primer día de clase le adivinaste el relleno del sujetador debajo de la camiseta.

Recogiste las bragas del suelo. Estaban echas un burruño delante de sus pies. Al agacharte respiraste con discreción sus piernas, y ese olor suave a sexo adolescente. Ella bajó la mirada hasta tus manos, curiosa e inquieta por saber si tocarla entraba en tus planes. Tú te levantaste despacio, a menos de medio metro de ese cuerpecillo inmóvil. Tenía los labios rojísimos por culpa de la piruleta, y se los humedeció con la lengua en cuanto te tuvo en frente, simulando pudor en su descaro.

Habrías devorado su ropa interior en cuestión de segundos, habrías exprimido su olor y te recorrerías toda la piel con ese pedazo de tela. Y lo habrías hecho delante de ella, que podría haber salido corriendo, pero también podía ser que se excitase.


- Vete.
- ¿En serio?
- En serio.
- ¿Me las devuelves?
- No. Y no voy a quitarte el ojo de encima durante el resto del día. Te advierto que suelo saber de qué color son tus bragas cuando cruzas las piernas en clase.


domingo, 27 de junio de 2010

Fotografía incontable

Ahora pasa una gran nube blanca. Como todos estos días, todo este tiempo incontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres en la pared de mi cuarto.

Fragmento de Las Babas del Diablo, Julio Cortázar


 








Si esto puede sonar, sonó así:
(a Cortázar, pero también a amor)


jueves, 24 de junio de 2010

Por culpa de Rodin

pienso en la piel fría, en el orgasmo frustrado, en la herida del labio auto-mordido.

Se me antoja que todavía gritan pidiendo auxilio. Que no pueden soportar estar muertas siendo tan arrebatadoramente bellas. Tanta quietud frenando el insoportable impulso de la acción. Que suplican juntar los labios, notar los latidos contra el rostro, empaparse de los dos, retorcerse hasta llenar todos los huecos, tornando la rígida dureza a carne blanda que se aprieta contra carne blanda.

miércoles, 23 de junio de 2010

Destriparse

''Ni tan arrepentido
ni encantado
de haberme conocido''
'Y sin embargo', Joaquín Sabina

A lo mejor no queda otra que acostumbrarse al chillido del yunque, al miedo, inagotable miedo de la no fuerza. A las nostalgias crónicas y a las súbitas, al mareo, al puño incrustante, incrustado de uñas antes del examen. A la incomunicación, los embates de ira, las reminiscencias de adolescente incomprendida. Quizás deba gustarle decir siempre 'de' después de 'casa', haberse librado de ese convencionalismo estúpido del cuarteto. Lo suyo es que asuma que es aburrida, que no ha leído tanto y que no leerá lo suficiente. Que deje de enfadarse si descubre que prefiere a Sabina en el altavoz (sin saltos ni toros ni putas ni Atleti), o que no sabe contener la pena inopinada, o que es jodidamente pedante. Seguro que es más fácil perdonarse lo frágil, que baste de pelear con aviones con casis con celos con números con la finura de todas sus pieles. No alimentar más la culpa del viaje de la llamada de los cuernos de los quince del pudor del exhibicionismo. Reconciliarse con su estúpida su tímida su sosa su trágica su decepcionante su cobarde. No quererse tanto que crea que puede, que debe ser mejor. No parapetarse tras el lenguaje.

miércoles, 9 de junio de 2010

La cita

Las escaleras mecánicas sonaban a hojalata arañada con un tenedor. Nunca había dado con la explicación de que se formen esos torbellinos a la entrada -a la salida- del metro. Y nunca le había importado. Pero hoy era vital no estropear el peinado: pelo suelto, brillante, bien planchado.

La falda de flores diminutas y moradas bailaba sobre sus muslos. Acariciándolos. El viento le erizó los poros de las piernas, y la escena le recordó a alguna película que no recordaba haber visto. El maquillaje de los párpados entorpecía, algo pegajoso, el pestañeo largo, brillante y oscuro. Esa mañana el agua de la ducha había salido muy fría. El café había sabido muy fuerte. El corazón no acertaba con el ritmo. Pero no pasa nada, respiró tres veces seguidas hinchando el diafragma: no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada.

Ya en el vagón, abrazó con las dos manos la barra azul vertical que le hacía sentirse como una stripper. Tuvo ganas de girar en torno a ella, de subir y bajar con su lengua tragándose todas las huellas dactilares del día. Hoy no, hoy eres una dama, y apretó los labios hasta lograr acomodarse en la exquisita apatía ensayada en el rostro. Esa apatía que hacía posible no atender las miradas intensas de la gente idiota y los babosos.

Próxima parada, la suya. El estómago se agitaba debajo del vientre como si alguien estuviera haciendo la colada ahí dentro. No vayas a echarte atrás. No pasa nada, no pasa nada, no pasa nada. Salió de la estación y el sol se le estampó contra la cara.

Escuchó sonar un móvil. En seguida se dio cuenta de que era el suyo, lo sacó del bolso y se quedó un momento leyendo el nombre en la pantalla. Titubeó al responder:

- ¿Sí?

- ¿Jaime?, soy mamá... ¿dónde andas?

- Llegando... creo

- Me vas a perdonar, de verdad, pero es que me han traído otro montón de licencias por firmar y me es imposible escaparme de la ofi. ¿Te importa si nos vemos otro día?

- Bueno, es que te dije que...

- Ya mi vida, si sé que era importante, pero seguro que puede esperar, ¿a que puede esperar?



***

Junto a la boca de metro hay un Peugot gris con el motor apagado. Dentro, Lourdes se muerde las uñas pegada a un teléfono móvil. Cuando cuelga apoya las manos sobre el volante. Los ojos cascada y la barbilla temblona como cuando tienes mucho frío. Vuelve a marcar, esta vez para llamar a su marido.

- No he podido, Gonzalo.


Y Gonzalo no le dice que Lourdes, joder, es nuestro hijo, ni le dice tampoco que Lourdes, joder, es nuestra hija, ni le dice todos los insultos que se le ocurre decirle. Gonzalo le dice claro, amor, no tengas prisa.

lunes, 10 de mayo de 2010


Entierro las yemas en lo profundo se me llena el hueco de las uñas de arena me diluvio aprieto ni por esas me crecen las raíces.

Tengo los pies de mudanza arañando el plástico de cada invernadero.

sábado, 1 de mayo de 2010

Carne trémula



He estado mirando la foto
que nos hicimos imitando
la portada de Almodóvar.
He visto en ella las estrías
el vello oscuro
los puntos negros
mi cardenal redondo.
Me he notado ancha,
te he notado flaco.
Conservo en la foto
la marca del tanga,
y tengo más culo que tú.

Nuestra portada está llena de carne.

Tu sexo halla en mi vientre
el cobijo exacto.
Debajo de nuestros cuerpos
sin ropa
están la sábana las prendas desprendidas lo húmedo.
He respirado la foto
y me ha olido a nosotros
tiernos, salvajes, intensos.
Me ha olido intenso a nosotros.
He recordado tu boca en mis pies,
la mía en tus piernas,
tu brazo estirado para retratarnos
así:
con la carne quebrada,
grasa, seca, sucia.
Así: con la piel que acaricia,
suave, tersa, deliciosa.

domingo, 25 de abril de 2010

Este tiempo que nos pesa

o nos apremia no existe.
O existe y no logro entenderlo.

Te conté, entre tus patatas fritas
y mi gazpacho sabor comedor,
que estaba pensando en eso del Hoy. Dije:
No existe nada más que ahora.
Esa idiotez a la que llamamos pasado se fué
en el instante después de pasar.
Y eso del futuro ni existe
ni existirá nunca.
Se hará hoy, será ahora, y después nada.

Me preguntaste, secándote los labios
después de un trago de agua,
qué entendía por instante.
Me previniste: te voy a descolocar más. Dijiste:
Ahora no existe tampoco.
Se está consumiendo al tiempo que es.
Y ya no es. Y todavía no es el próximo segundo,
si es que nos atenemos a ese invento,
tonto y nuestro,
de acotar el tiempo en segundos.

Tiempo (tiempo) de postre. Natillas con galleta.
Hablamos de los mayas y me dio mucho vértigo
eso de caminar de espaldas al futuro
(que no existe),
nostálgicos crónicos mirando al pasado
(que no existe).

Nos levantamos de aquel barullo
de universitarios con las bocas llenas de
ruido y comida.
Y pensaba, agarrada a tu cintura,
en nuestro viaje a Toledo (que no es. Pero las fotografías),
en la cicatriz de mi mano (obcecada en seguir siendo,
evidencia de que hubo otro tiempo),
en el imen que no tengo.

Y se me ocurrió escribir
un estúpido poema
(de esos míos tan prosísticos)
para tratar de entenderlo mejor.
Y se me acaban las líneas
pero continúa el vértigo.


domingo, 18 de abril de 2010

Cartas a Milena


Ya desde el primer renglón
jugué a hacerme la despistada.
Y les hablaba a todos
del pudor que me invadía
al leer tus cartas
para Ella. Sólo para Ella.
Y qué hago yo
en medio de tu firma
que se ha reducido a 'Tuyo'
y no te refieres a 'mío'.

Pero quiero confesarte algo,
Franz,
ahora que no puedes enfadarte:
soy una voyeur hambrienta,
''y en ese momento no es a ti quizá a quien amo, sino a ese destino que me has regalado''.
El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de nuestras palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo. Por un lado, todas esas palabras subrayan discretamente un único significado: ''yo te deseo''; y lo alimentan lo ramifican lo hacen estallar...por otro lado envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo...


Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes

sábado, 17 de abril de 2010

'Travesuras de la niña mala'

página 375. última palabra: bueno. segundos antes, mi mano sobre los párrafos finales, porque mis ojos siempre se intentan adelantar hasta las líneas que cierran la novela. a veces lo consiguen y me enfado muchísimo. se acabó. esta sensación, de una pena contentísima, en mí no es muy habitual. ya sé que soy demasiado exigente con los finales. y este tío no es creíble. y qué. ahora 'huachaferías' es una más de mi diccionario. y tú dices que quiero ser peruana. y que me gusta escribir sobre sexo. pues ahí va: los buenos finales en los libros me recuerdan muchísimo a los orgasmos.
(y quizás eso de adelantarme a las últimas líneas sea como fingirlos. sí)

miércoles, 7 de abril de 2010

Hoy les veo como a muertos inminentes les sonrío me proyecto en sus arrugas me estremezco

domingo, 4 de abril de 2010

.

Hay una parte en mí tan
totalmente terrenal,
tan de estar por casa,
tan de cualquier barrio.
Esa parte que no cambiaría nada
de las señoras cotilleando
mientras compran el pan;
esa que, encantada,
tararea canciones de Zahara
la popera. Y se sabe varias letras
de memoria.
Hay un algo en mí que se cansa
de buscarle a todo
su aquel
su más allá
su trascendencia.
Tengo una parte que disfruta
hablando de recetas,
de amores y de rupturas,
de tender la ropa.
Soy muchos ratos una de esas,
que no quiere en este instante
poesía.
Ni rimar ni ser distinta.
Ni ser distinta.

jueves, 25 de marzo de 2010

Llorona

Elena era una auténtica llorona. En su familia todos lo sabían, y no se conmovían por su llanto dulzón al abrir los regalos de reyes. Desde niña le dio por llorar casi por cualquier cosa, así que sus padres fueron comprendiendo que sus quejidos no significaban, necesariamente, ni 'sueño' ni 'comida'. Pronto, Elena desarrolló la habilidad de continuar haciendo lo que fuera mientras se empapaba las mejillas.


Llorar viendo el telediario no hacía de ella alguien especial. Tampoco la hacía distinta el llanto de después de rajarse el dedo con el cuchillo mientras cortaba zanahoria, ni el de El jardinero fiel, ni el de las despedidas al filo de un andén en la estación. Pero Elena lloraba cuando aprobaba un examen (y cuando lo suspendía), y mientras le daba ochenta céntimos al señor que tocaba canciones de Guns N' Roses en el metro de Sol (notaba la incomodidad de aquel hombre, que se sentía humillado cuando ella se acercaba compungida hasta la funda de su Ibanez). Lloraba al perder el autobús y también cuando hacía mucho frío.

Tenía los ojos enrojecidos y la cara mojada, pero trataba de limpiarse las lágrimas para poder seguir leyendo. Marta se fijó en ella desde lejos, al verla sentada en aquel banco de piedra y descompuesta frente a un poemario de Luis García Montero. Le atrajo como un imán, y cuando estaba lo bastante cerca dijo: ''no me creo que puedas ponerte tan triste leyendo Completamente Viernes''.
Quedaron el viernes siguiente, y al otro, y después llegó el fin de semana y Elena lloró tras hacer el amor por primera vez. Marta se había acostumbrado a su constante gimoteo, y ella se esoforzó por demostrarle que adoraba cada día que pasaban juntas. Después de un par de meses en los que los besos sabían siempre a costa, Elena empezó a notar que, en ocasiones, pasaba días enteros sin derramar una lágrima. ''Creo que me estoy enamorando de ti'', le tiritó. Marta la abrazó fuerte, con tanta emoción que notó cómo se le humedecieron los ojos. Al verla llorar, Elena también lloró. ''Creo que me has contagiado'', sonrió Marta.
[Foto: Man Ray]

Aurora

La vieja Aurora permanecía estática bajo el techo curvo de la parada de autobús. No le quedaba casi cara tras las grietas, ni cuerpo dentro de ese pellejo enlutado. Su pelo graso se disponía en mechones sobre esa cabeza cansada, con formas onduladas que emulaban lo que un día pudieron ser tirabuzones. Si escarbabas entre sus despobladas cejas y los hoyos que formaban sus ojeras, intuías unos ojos negros como su vestido, enmarcados por un blanco amarillento. No quedaba rastro alguno de sus labios, que empezaron a esconderse para mirarse las entrañas el mismo día en que desapareció Salvador.


Salvador y Aurora se conocían desde niños y se casaron siendo niños todavía. No habían tenido hijos, así que pudieron dedicarse a quererse sólamente el uno al otro. Él conducía un autobús moderno y rápido, y en los más de treinta años que trabajó en la empresa no tuvo ni un sólo accidente. Los que cogían a diario el 122 le saludaban cariñosos, y él respondía con el mismo afecto a todos. Aurora estaba muy orgullosa de Salvador, y Salvador se mató en la vía de servicio, volviendo del trabajo con un compañero. No conducía, pero se llevó la peor parte en el choque contra aquella furgoneta, cuando el coche en el que iba se saltó el semáforo.


En el pueblo, los más jóvenes la llamaban 'la loca del bus'. Los más viejos, Doña Aurora. Ella se presentaba como Señora de Gómez, y en su mano brillaba, siempre limpio, el anillo de bodas. Cada vez que se acercaba uno de esos autobuses tan modernos y tan rápidos, todos los conductores de la empresa, fuera cual fuera el que estuviera haciendo esa ruta a esa hora, saludaban con la mano a la vieja Aurora al pasar. Cuando había gente esperando al 122, Aurora aprovechaba la apertura de la puerta delantera para decirle al conductor que tuviera cuidado y recordarle que le esperaba para cenar.


Si escarbabas entre sus despobladas cejas y los hoyos que formaban sus ojeras, descubrías dos ojos de un negro azabache brillante, una mirada temblorosa cargada de amor. Y ese simulacro de labios construía una sonrisa, la sonrisa más bonita de la vieja Aurora.

25/3/2010