Elena era una auténtica llorona. En su familia todos lo sabían, y no se conmovían por su llanto dulzón al abrir los regalos de reyes. Desde niña le dio por llorar casi por cualquier cosa, así que sus padres fueron comprendiendo que sus quejidos no significaban, necesariamente, ni 'sueño' ni 'comida'. Pronto, Elena desarrolló la habilidad de continuar haciendo lo que fuera mientras se empapaba las mejillas.
Llorar viendo el telediario no hacía de ella alguien especial. Tampoco la hacía distinta el llanto de después de rajarse el dedo con el cuchillo mientras cortaba zanahoria, ni el de El jardinero fiel, ni el de las despedidas al filo de un andén en la estación. Pero Elena lloraba cuando aprobaba un examen (y cuando lo suspendía), y mientras le daba ochenta céntimos al señor que tocaba canciones de Guns N' Roses en el metro de Sol (notaba la incomodidad de aquel hombre, que se sentía humillado cuando ella se acercaba compungida hasta la funda de su Ibanez). Lloraba al perder el autobús y también cuando hacía mucho frío.
Tenemos dos lloronas. Cada una en su universo. A lo mejor, llegan a conocerse.
ResponderEliminarQué preciosidad de líneas.
¡Sería genial que se conocieran! muchas gracias por pasarte y escribir...y no sabes cuánto me alegro de que Aurora te haya llegado: nació hace ya tres años a partir de una anciana entrañable a la que vi desde el autobús 122,en Sevilla. Iba de negro-negrísimo, pero el resto de su historia la inventé (confío en que no se enfade si llega a enterarse)
ResponderEliminar