Huelo mal. Abro las piernas para
extenderlas sobre el macuto y la señora de mi derecha se entera inevitablemente
de mi sexo. Estiro los brazos para hacerme una coleta y el señor de mi izquierda
acusa en un gesto arrugado el sudor de mis axilas. Hace muchos días que no paso
por casa y ya no sé qué casa es esa. ¿Pesa
mucho?, pregunta en el ascensor del metro un extraño en nuestra única
oportunidad de compartir diálogo. Un poco, pero ya llego, he respondido. Ya llego a dónde. A qué
estoy volviendo.
Hace muchos días que salí de
casa. Que guardé en este macuto lo primero que alcancé a tocar en el armario
entreabierto y oscuro. No quise encender la luz supongo que para no
despertarme. He subido a autobuses y he parado en estaciones de servicio. He robado
tabletas de chocolate y casi me llevan a comisaría por una lata de acuarius. He
dormido en las aceras hasta que pude dormir en la arena. La arena por fin,
había pensado. Pero qué va. Ni idea de qué fin es ese, a estas alturas. No sé
qué aventura es esa que estaba esperando.
La ciudad es salvaje. Tengo que
ahorrar para sacarme el carnet, quiero comprarme una furgoneta como la de Cris,
la chica por la que quise emborracharme en el kilómetro equis y que se me
escapó de seis besos y tres dudas.
Vuelvo a casa, cómo estáis. Bien, bien, toda una aventura. Bueno
bien, un poco volada. Voladísima. Dónde está esa ducha. A ver si me sale algún curro, quiero sacarme el carnet, voy a
comprarme una furgo y a montar dentro una cama. Voy a mirar las estrellas
de los sitios sin farolas con la cabeza colgando por fuera del maletero. Y a
hacerme un dedo y que no baste. Voy a seguir buscándome la soledad del viaje. Huelo
mal, dónde está esa ducha.