Vengo diez años después de
imaginarte. Diez años es mucho tiempo para ensanchar-olvidar-rehacer-deshechar
los amores platónicos: yo te había construido casa y aficiones, respuestas escritas
a mi coqueteo ensayado, tú y yo habíamos compartido una playa, mucho sexo y
comida casera. Allí, en la imaginación, en el aire.
Te llego tangible con el maletero a
reventar de un futuro que no existe. Me dejas llegarte, nos gusta, nos sorprende,
me haces agua, te hago grande, nos descubrimos nuevos: tú no eres mi mito
adolescente, yo no soy la niña que descartaste. Tus vinilos, tus cosquillas
suaves, tu cuerpo como una cueva templada y los balcones que me asoman a una ciudad
donde nadie, apenas tú, me conoce.
Cantamos en tu coche y me parece que no
necesito más. Pero hay más: tu mano en mi pierna, la mía hecha círculos
sobre tu nuca, el perfil desigual de tu barba recortado contra un cristal que
recorre paisajes a donde queramos. Porque podíamos haber sido eso: lo que
queríamos, en vez de estar siendo aquí, con aquís diferentes, lo que no pude. No supe. No quise.
Los amores platónicos sólo hacen
nido en el aire. Y sin embargo tú me
diste suelo firme, cálido, para intentar sujetar este caos a alguna parte. No he
sabido. No he querido. No se puede. Cuando me falta suelo te busco el nombre.